A veces, lo que es bueno para la sociedad en su conjunto, no lo es para uno mismo. Esta afirmación puede parecer contradictoria, sobre todo si se considera que una sociedad está conformada por la interacción de cada uno de los individuos que la componen. Pero, desde el punto de vista económico, el comportamiento individual tiene sus ventajas. Según el economista Nicolás Litvinoff, la política económica en la Argentina está hoy más que clara que nunca: se trata de mantener la economía recalentada cueste lo que cueste. Y, para ello, se necesita que la gente gaste, consuma, compre, pida prestado y se endeude hasta con el último centavo. De hecho, desde el mismo gobierno se alienta este tipo de comportamiento. El gobernador José Alperovich, por ejemplo, no se cansa de afirmar que el consumo es lo que mantiene a la economía en movimiento. Por eso se adelantan aguinaldos, se abren líneas de préstamos para el Día de la Madre o la Navidad y se incentivan las compras de cualquier objeto, incluso los menos necesarios.
Según los economistas, esto es bueno para el país porque el aumento de la demanda trae aparejado un aumento de la producción, una mayor actividad industrial y una mejora del empleo. Por eso, con este viento a favor, la clave está actualmente en consumir a cualquier precio. Y el efecto manada hace que la gente entre en este juego de comprar aún sin necesidad para acceder a cuotas y descuentos o para que la inflación no se "coma" los ahorros. Es más: con la llegada de las fiestas, la maquinaria consumista es aceitada al extremo. Al punto tal que la lluvia de ofertas y promociones de todo tipo ponen a la gente en una situación de histeria constante. Basta con caminar por las peatonales tucumanas para comprobar que la efervescencia consumista ya está en franca expansión. Claro que esta conducta feroz entraña, también, una nueva ética, opuesta a la del ahorro, un valor que era central en el viejo modelo productivista del trabajo, el sacrificio y la promesa de la movilidad social que seguían a rajatabla nuestros abuelos. En esta nueva cultura del gasto, en cambio, se entroniza el corto plazo y la flexibilidad; lo que prima es el descarte -inclusive de personas- porque la necesidad nunca se satisface. En los años 60, el director italiano Pier Paolo Passolini aseguró que el gran mal del hombre no estriba ni en la pobreza ni en la explotación, sino en la perdida de la singularidad humana bajo el imperio del consumismo. Esta idea, que quedó magistralmente retratada en sus polémicos filmes, ha resurgido en la actualidad con singular fuerza ya que existe una tendencia cada vez más creciente de oponer resistencia a ese desenfreno consumista.
Economistas como Litvinoff plantean concretamente un cambio de rumbo, basado en el hecho de que lo que le da libertad al ser humano es justamente su poder de elección. "En esta vorágine de gastos, préstamos y consumo, hay lugar para que unos cuantos se salgan del rebaño y busquen su propio camino, resistiendo la presión de un marketing agresivo que nos quiere hacer creer que el dinero quema y que no queda otra que gastarlo", afirma. Y tiene toda la razón. El espíritu consumista que promueve la era K es de un cortoplacismo abrumador. "La gente sabe que es casi imposible comprarse una casa ahorrando; entonces se endeudan para cambiar la TV, la heladera o el celular, cosas que no necesitan y que tardan 12 o 18 meses en pagar", dice la economista Victoria Giarrizo.
Así las cosas, va siendo tiempo de que nos demos cuenta de que el consumismo puede consumirnos si es que no le ponemos un tope. Porque la brecha en nuestra economía se encuentra entre lo que tenemos y lo que pensamos que deberíamos tener; es un problema moral, no económico.
Según los economistas, esto es bueno para el país porque el aumento de la demanda trae aparejado un aumento de la producción, una mayor actividad industrial y una mejora del empleo. Por eso, con este viento a favor, la clave está actualmente en consumir a cualquier precio. Y el efecto manada hace que la gente entre en este juego de comprar aún sin necesidad para acceder a cuotas y descuentos o para que la inflación no se "coma" los ahorros. Es más: con la llegada de las fiestas, la maquinaria consumista es aceitada al extremo. Al punto tal que la lluvia de ofertas y promociones de todo tipo ponen a la gente en una situación de histeria constante. Basta con caminar por las peatonales tucumanas para comprobar que la efervescencia consumista ya está en franca expansión. Claro que esta conducta feroz entraña, también, una nueva ética, opuesta a la del ahorro, un valor que era central en el viejo modelo productivista del trabajo, el sacrificio y la promesa de la movilidad social que seguían a rajatabla nuestros abuelos. En esta nueva cultura del gasto, en cambio, se entroniza el corto plazo y la flexibilidad; lo que prima es el descarte -inclusive de personas- porque la necesidad nunca se satisface. En los años 60, el director italiano Pier Paolo Passolini aseguró que el gran mal del hombre no estriba ni en la pobreza ni en la explotación, sino en la perdida de la singularidad humana bajo el imperio del consumismo. Esta idea, que quedó magistralmente retratada en sus polémicos filmes, ha resurgido en la actualidad con singular fuerza ya que existe una tendencia cada vez más creciente de oponer resistencia a ese desenfreno consumista.
Economistas como Litvinoff plantean concretamente un cambio de rumbo, basado en el hecho de que lo que le da libertad al ser humano es justamente su poder de elección. "En esta vorágine de gastos, préstamos y consumo, hay lugar para que unos cuantos se salgan del rebaño y busquen su propio camino, resistiendo la presión de un marketing agresivo que nos quiere hacer creer que el dinero quema y que no queda otra que gastarlo", afirma. Y tiene toda la razón. El espíritu consumista que promueve la era K es de un cortoplacismo abrumador. "La gente sabe que es casi imposible comprarse una casa ahorrando; entonces se endeudan para cambiar la TV, la heladera o el celular, cosas que no necesitan y que tardan 12 o 18 meses en pagar", dice la economista Victoria Giarrizo.
Así las cosas, va siendo tiempo de que nos demos cuenta de que el consumismo puede consumirnos si es que no le ponemos un tope. Porque la brecha en nuestra economía se encuentra entre lo que tenemos y lo que pensamos que deberíamos tener; es un problema moral, no económico.